Tus manos en las mías

Continuando con la lógica arbitraria del dossier Vampiros, la llamamos a Milagros Amondaray (otrara colaboradora en el dossier Kubrick escribiendo sobre La Naranja Mecánica) para que escriba sobre Déjame entrar (o Let the right one in, o la de los vampiros pequeños y suecos, o esa rara combinación entre lo perturbador y lo melancólico). Y de paso como tuvo la gentileza de pasarnos su texto acá tenemos la gentileza de promocionarla y decimos lo mismo que la primera vez. Que si quieren seguir sus textos escribe en el diario La Nación y que de paso en ese diario es redactora de Cinescalas, página dos veces premiada internacionalmente como el mejor blog del diario (y que se actualiza de lunes a viernes desde hace casi tres años). Y como no somos sonsos también mandamos autochivo y les decimos que en unos días nomás empieza un curso sobre cine de terror que esperamos hagan absolutamente todos. Bueno, en fin, acá va el bello texto.

Déjame entrar

Låt den rätte komma in.  Suecia/2008/115´. Dirigida por Thomas Alfredson. Guión por John Ajvide Linqvist basado en su propia novela. Producido por Carl Molinder y John Nordling. Música: Jordan Söderqvist. Edición: Tomas Alfredson, Dino Jonsäter. Con Kare Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl, Karin Bergquist. 

Una de las primeras veces que vemos a Oskar en Let The Right One In, lo encontramos usando su mano derecha para clavar un cuchillo en un árbol. Toda la violencia contenida, acumulada tras numerosos episodios de humillación escolar, es expulsada a partir de ese gesto tan rabioso, elocuente, solitario -sobre todo solitario-. Oskar camina hacia el colegio como si estuviera arrastrando las piernas, como si sus pies se hundiesen en la nieve aunque él pudiera evitarlo. Oskar regresa del colegio del mismo modo, Oskar viaja a la casa de su padre igual de cansino. Oskar se sienta en el banco para escuchar a la maestra a hablar sobre “la salvación de Bilbo” con las manos en la cabeza, pero con la cabeza en otra parte. En Let The Right One In los ingresos a escena de sus protagonistas son cruciales. Y los de Oskar, sintomáticos de un comportamiento retraído, nos están hablando de su necesidad de emplear el tacto ya no para agarrar un cuchillo sino para otra cosa. ¿Pero qué? ¿Qué es lo que habrá allá afuera? ¿Qué está aguardándolo mientras sus ojos se pierden en la nieve? En los suburbios de Estocolmo, donde cada día se repiten las mismas desangeladas escenas, se produce un hecho que no solo sacude la quietud de sus habitantes sino que también funciona como prólogo al cambio en la vida de Oskar. Tomas Alfredson, en su adaptación de la novela de John Ajvide Lindqvist, decide mostrar la primera colisión entre Oskar y Eli a través de un vidrio. Nuevamente el foco está puesto en las manos del niño, que esta vez son usadas para tocar las gotas que empapan su ventana, para despejar la visión y contemplar a esa joven que baja de un auto y entra a su edificio. Con esa secuencia no sólo se expone ese acercamiento iniciático sino también esa imposibilidad latente para que Oskar y Eli logren, en esencia, conocerse de una manera más “tradicional”. A fin de cuentas, no solo los separa una ventana, sino la tristeza por no conseguir desnudarse (física, pero sobre todo, espiritualmente) sin el temor subyacente a la mirada condenatoria. Tras ese primer encuentro sin diálogo, Alfredson empieza a achichar la brecha acentuada persistentemente en la novela de Lindqvist: “Ella no era su chica, no podía serlo, era otra cosa, había una gran distancia entre ellos que no se podía…”. Cualquier análisis literario de esa frase nos diría que si hay que extraer el significado la misma, su lectura subterránea, nos vamos a encontrar con múltiples verdades que la película traduce a su lenguaje con la melancolía como sentimiento primordial. La melancolía de los parias.

 

Nos encontramos con el hecho de que hablar de Eli no es hablar de una chica, que el no poder es un problema continuo e ineludible, que ese “otra cosa” está describiendo algo inaprensible que no resiste una representación unívoca y que los puntos suspensivos simbolizan la promesa de iniciación, como si ese “no podía” tuviera chances de mutar en un eventual “quizás pudiera” o en un categórico “definitivamente podrá”. Así como en esa concisa y rotunda descripción de Eli también se concentran otras temáticas de la historia, en la película de Alfredson la observación de esa criatura, el acercamiento hacia ella, la experimenta el espectador a partir de la ingenua mirada de Oskar. Sin embargo, como nos aseveraba su aparición al desnudo en esa ventana, él tiene algunos rasgos de niño permeable al engaño – engaño circunscripto al maltrato de sus compañeros -, pero sus ojos están siempre tan abiertos a lo nuevo como lo están sus manos. Y es aquí donde podemos desembocar en esos puntos suspensivos, en esa posibilidad de que Eli se convierta en su aliada, su par, independientemente de su condición. Tanto uno como el otro parecen estar a punto de estirar los abrazos y abrir las manos hacia el gran eje de esta historia: la salvación mutua. En el apartado “La nieve fundiéndose en la piel” de la novela de Lindqvist hay una cita al canto III del Infierno de La divina comedia, donde se alude a un pacto tácito de apertura: “Y después de haber puesto su mano en la mía, con un rostro alegre que me reanimó, me introdujo en las cosas secretas”. Alfredson ilustra esa entrega con otro de esos imperceptibles (pero enormes) gestos de Oskar que hablan de cuánto le urge el salvar y ser salvado. O salvar para ser salvado. O ser salvado para salvar. El gesto es prestarle a Eli un cubo de Rubik, uno de los pocos momentos donde la película se tiñe de colores. Ese cubo de Rubik es análogo a esa forma de comunicación en código Morse: un intercambio a partir de lenguajes diferentes al que emplea la mayoría, pero a través de los cuales ellos se (con)funden, como si esos métodos fueran manotazos de ahogado. Eli y Oskar se descifran como las manos quieren descifrar el cubo de Rubik y como las manos forman puños para golpear la pared para llegar al otro. “Oskar tocaba el cubo como para comprobar si las piezas estaban sueltas después de haberlas desmontado. Él lo había hecho una vez, asombrado de los pocos giros que hacían falta para que se perdiera y fuera incapaz de conseguir que las caras estuvieran de nuevo de un solo color. Las piezas, evidentemente, no habían quedado sueltas cuando él lo desmontó, pero no era posible que ella lo hubiera completado” se lee en la novela. Claro que no solo está hablando de ese asombro por la rapidez cognitiva de Eli, está hablando de su propia dificultad para dilucidar quién es ella. Por eso, cuando efectivamente lo logra, cuando ella se revela como un vampiro, lo hace mediante otro gesto con el que se planta como quien se desvive por demostrar lealtad. Let The Right One In no es solo una historia de vampiros atípica porque no hay bocas en primer plano hincando sus dientes en la carne, o porque el rojo no reverbera de manera permanente, o porque la pasión es suplantada por una conmovedora búsqueda de aceptación. Let The Right One In es atípica porque no se regodea en lo metafórico (que Eli sea un vampiro, es decir, diferente a los demás pero en varios puntos idéntica a Oskar, es una verdad a la que se la naturaliza); es atípica porque retuerce los “no puedo” de Eli (comer un helado, acompañar a Oskar al colegio por la mañana, permanecer entre sus sábanas cuando amanece) y los transforma en una suerte de gran Eureka. Por eso, así como “a Oskar Eriksson había venido a buscarlo un ángel”, con esos ojos que relucían ante su propia mirada, a Eli la encontró la oportunidad de, bajo su particular idea de justicia – ejemplificada en la memorable escena de la pileta -, sentirse bella para un otro, un otro que se mostraba tan “triste, tan terrible, tan terriblemente triste” como ella misma. Alfredson resignifica las palabras de William Shakespeare en Romeo y Julieta (“se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas; he de irme y vivir, o quedarme y morir”) con el romanticismo de Eli y sus cartas, sus apariciones, su protección angustiante y extrema. Es Eli quien le da a Oskar una voz para defenderse, esa voz que a él no le salía cuando estaba de cara al miedo, cuando no podía canalizar esa implosión de la que era testigo un árbol perdido en medio de la noche. Y es Oskar quien le da a ella la seguridad de haber sido aceptada, de que encontrar la salvación no solo implica subirse a un tren para irse y vivir: implica volver a usar las manos para abrazar lo desconocido, para abrazar una nueva y verdadera compañía. Implica armarse de valor para, como canta Morrissey, dejar entrar al correcto y no volver la mirada hacia atrás.

Milagros Amondaray.

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