Bonus Track curso Fellini: Ginger y Fred según Serge Daney

Considerado -con justicia- uno de los más grandes críticos de cine de la historia, Serge Daney también supo escribir uno de los artículos más lúcidos y creativos sobre una película de Fellini. En este caso la película es la obra maestra Ginger y Fred. Aquí Daney propone una lectura diferente sobre la idea que tiene Fellini de la televisión al mismo tiempo que logra ver un gesto de luminosidad final en la obra de un artista identificado -sobre todo en los últimos años- con el pesimismo respecto del mundo moderno.

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Ginger y Fred no es el último film de Fellini, sino el nuevo «último Fellini». Hay aquí un matiz. El próximo, por lo que creemos saber, sería nada menos que una adaptación de América de Kafka para la Fox. Si habláramos inglés -lengua pragmática- no confundiríamos «last» y «latest». Pero en francés (como en italiano), sólo disponemos de una palabra: dernier -último-. Y esta palabra la pronunciamos siempre con una mezcla de dignidad fúnebre y de mirona voracidad. Así, celebrar el «último Fellini» es un rito ante el que hay que sacrificar, por las mismas razones que hacen que todo cuento comience con «había una vez».

Desde hace un cuarto de siglo, este rito significa que los films de Fellini son de una naturaleza diferente, que se apartan de la norma. El rito se desgasta, sin embargo. En los últimos «últimos Fellini» hay algo así como una nostalgia de haber tenido hambre para hartarse luego (hambre de pastas, luego hambre de imágenes) en un momento en que descubrimos que estamos demasiado llenos. Como si de Fellini debiéramos todavía esperarlo todo, en tanto que del cine esperamos ya demasiado poco. Así va el cine, y Fellini con él, como símbolo del cine. Y allí van los bodrios –Narbets– paralelos a la nave que va.

Gastado, el rito chirría un poco. El estreno de Ginger y Fred tuvo lugar en la Cinmateca Francesa, pero sin Fellini. El film se estrenó antes en París que en Roma, en donde tuvo una función muy privada en el palacio del Quirinal para las eminencias políticas italianas (el sonido, murmuraban, era espantoso). Disgustados con su productor Grimaldi (una historia de muchas liras), las tres cabezas del afiche del film le sacan el cuerpo a la promoción. Disgustados con los subtítulos franceses, Fellini quiere rehacerlos, postergando de este modo, el estreno del film. En torno a Ginger y Fred hay como un mal humor, un resabio de polémicas no agotadas del todo, que hecha a perder el ritual.

Hay buenas razones para ello. Quien quisiera estudiar seriamente la actual CDPA («Conmoción – del – paisaje- audiovisual»), debería considerar con detenimiento el eje Francia – Italia. Hace algunos años, era Toscan du Plantier (1), quien iba a Roma a ver a Fellini para que Gaumont, a riesgo de quebrar, se sintiera orgullosa un día de haber permitido al Maestro edificar La Ciudad de las Mujeres. Victoria del cine. Hoy, Berlusconi viene a París para que la televisión francesa deje de hacerse la estrecha y venga al pie. Invasión de la televisión, esa ameba gigante. Es entonces que advertimos que Fellini, no tan perdido después de todo en el laberinto de sus «visiones» personales, es capaz de disgustarse y de intervenir acaloradamente en el «debate» sobre la quinta cadena. Corremos el riesgo de olvidar que nunca dejó de ser «testigo de su tiempo», y que late en su interior una vieja vena periodística. E aquí porque Ginger y Fred es recibido como la declaración de un testigo, y de un testigo de cargo. En lugar de las reacciones rituales (desde «el viejo mago que todavía me sigue seduciendo» a «esta vez no me la creí»), tenemos la formulación casi escolar de un problema: «Fellini y la televisión».

Todo el mundo conoce el «había una vez» de Ginger y Fred. AFP, por ejemplo, lo resume muy correctamente: «no se trata solamente de un panfleto contra las cadenas privadas, es una historia llena de ternura que narra el reencuentro, tras treinta años de separación, de una pareja de artistas de variedades, interpretados por Giuletta Massina y Marcello Mastroianni, al mismo tiempo que una reflexión melancólica y dolorosa sobre la vejez». En los años 40, Ginger y Fred, tenían un número de tip-tap (zapateo con ritmo de jazz), en el que imitaban a Ginger Rogers y Fred Astaire. Ginger abandonó a Fred en pos de un matrimonio burgués. Lo vuelve a encontrar en ocasión de una emisión gigantesca de variedades («Ed ecco avoi») en la que sobre un escenario de televisión (privada), deben volver a hacer su número. Ginger se mantuvo en forma, Fred no. Él es el que envejeció más. Un verdadero fracasado.

Los films de Fellini son lugares de pasaje superpoblados donde no pasa gran cosa. Llegados para ser otra vez como sea su número de Tip-tap, Ginger y Fred harán entonces su número (a pesar de un corte de electricidad, calambres, y la tentación de la fuga). Luego se separarán, sin duda para siempre. Claro, hay entre ellos secretos demasiado densos que quisieran ser revelados, lágrimas que deberían correr, máscaras que caerían con gusto, cóleras y resentimientos felices de poder explotar. Pero nada de todo eso ocurre. Fellini es sin duda uno de los primeros cineastas que dejó de creer, no sólo en los milagros, sino también en los «acontecimientos». Su sabiduría, en un mundo en que la televisión simula acontecimientos en cadena, consiste en tratar todo en «condicional». Pretender que fuera del todo real este mundo sólo probable en el que vivimos sería vano, ingenuo, e incluso descortés. El beneficio no pasaría de ser miserable.

Las multitudes que se apiñan, presas de frenética excitación, en esas vastas zonas peatonales en que se convirtieron los falsos espacios reservados de Fellini, están compuestas de seres improbables: un poco más que extras, un poco menos que personajes. Es esta incertidumbre, más que su «look», la que los hace monstruosos. ¿Qué sería de Ginger y Fred si, por convención, no fueran «los protagonistas» del film? ¿En que superan al almirante, al secuestrado, al soñador, al travesti, al mafioso, al hijo y a la madre del resucitado, a los enanos, al intelectual, al marino, a los dobles, al sacerdote volador o al presidente de la cadena televisiva? En nada. Se necesita solamente que el espectador crea (ingenuo) o espere (por un momento) que a ellos les va a ocurrir algo. Hay que suscitar una espera, antes de recordar, gentilmente, que la empresa no era después de todo muy sensata.

Es así como llegamos al corazón del problema. El tema felliniano es que «el espectáculo se vuelve universal y no cesa de crecer». Crece más allá de las viejas divisiones-escena-bastidores o actores-público (ya se veía bien en Los Payasos -un film en el que se repara demasiado poco- como las divisiones mismas se volvían espectaculares). El tema llega a su mayor intensidad hoy, en 1986, en la televisión, ambiente del que Ginger y Fred presenta un cuadro abrumador y perfectamente documentado («digamos que intenté retratarla, pero sin ninguna intención  paródica. No es posible superar lo que ya existe»). De inmediato se ve la objeción. Si la televisión representa el triunfo del espectáculo, y Fellini no quiere saber nada con un más acá o más allá del espectáculo, ¿porque se mete con ella? ¿Por qué tanto odio, tantas frases vehementes, tanta virtud ultrajada? y por otra parte, como se decía hasta no hace mucho: «¿desde donde habla?»

Sería fácil responder si -como lo decían hoy los adversarios de la televisión privada «alla italiana»- Fellini favoreciera al cine contra la televisión, la gran pantalla mágica contra el pequeño tragaluz doméstico, la purgación de las pasiones contra la imagen laxativa. No es así sin embargo como se muestra la televisión en Ginger y Fred que, por otra parte, tampoco es un film sobre el cine. Incluso si Fellini, elitista por una vez, oponía allí la cultura alta a la cultura baja, la dignidad a la vulgaridad, la elevación a la inepcia. Pero tal cosa equivaldría a olvidar que Fellini, amante de las historietas y de las mujeres de grandes pechos es absolutamente solidario con la cultura de masas italiana. E incluso si evocaba con nostalgia la buena calidad de las variedades de antaño contra su caricatura audiovisual actual, no sería menos cierto que estas constituyen la recta continuación de aquellas.

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Sustraigámonos entonces (estamos a tiempo aún) a las fáciles paradojas de Fellini, juez y parte, regador y regado, preso ya el mismo de lo que aparenta denunciar. ¡Como si no recibiera allí el carácter propio de toda sátira! para comprender en que nos emociona todavía Ginger y Fred allí donde Berlusconi ya nos deprime, no sería inútil emprender un desvío por la historia (del cine). Como todos los cineastas señalados de la pos-guerra, Fellini tuvo, en tanto que cineasta, la intuición del medio que vendría tarde o temprano a conmover el cine: la televisión. No toda la televisión, sino su parte popular, hecha de juegos y atracciones, a mitad de camino entre la antigua cultura carnavalesca y su pequeño aburguesamiento de masa. A partir de La Dolce Vita, es perfectamente posible discernir en la «obra» felliniana como una anticipación irónica, es decir cínica, de lo que será programación televisiva. Esta obra, es ya una «cadena»: la «Fellini 1».

Los ejemplos son legiones. Fellini rechaza cada vez más el guión lineal en  provecho de una sucesión libre -es decir, floja- de momentos, concebido como otros tantos petzzi di bravura. Pero este arte refinado de la complicidad y de la interrupción, que alterna tiempos fuertes y tiempos débiles, seriedad afectada y alegría forzada, ¿no es ya un desvelo de programador? La cámara de Fellini llega siempre demasiado tarde, cuando la acción ya ha comenzado y los cuerpos están en movimiento. ¿Pero no hay aquí un tratamiento-TV del espectador, atrapado entre un comienzo siempre malogrado y un desenlace sin importancia, condenado a acompañar con la mirada los retazos filmados del mundo, enseguida olvidados u ofrecidos a una muestra indiscernible de indiferencia y compasión? La Roma de Ginger y Fred, a diferencia de la Roma de la película homónima de Fellini, es filmada como un espacio totalmente abstracto donde ya nada separa lo «cercano» de lo «lejano», en donde todo está en vecindad con todo y nada comunica con nada. Pero, ¿no es acaso este el espacio desurbanizado, el arrabal universal creado por la televisión? y la «sabiduría» de Fellini (el vals de todos los títeres es menos decepcionante que la desnudez de un solo personaje) ¿no es acaso la forma cortés, un poco desolada, de lo que la TV y la publicidad transformaron en imperativo categórico: no existe nada que no sea ya una imagen?

No digo que Fellini y la TV sean lo mismo. Supongo solamente que la televisión acesta y realiza la caricatura sin alma de un mundo -de un mundo virtual- presentido por Fellini. Digo «sin alma», y lo mantengo, pues lo que diferencia -en un último análisis- al cine de la televisión es que los grandes cineastas son forzosamente moralistas allí donde la TV en el mejor de los casos, se plantea problemas de deontología. Cada vez más tenemos la sensación de que lo queda del cine (y lo que le confiere, en sentido estricto, un valor) es la mirada crítica que los cineastas arrojan sobre aquello que se burla de la crítica: la TV. Incluso Fellini, que siempre hizo todo lo posible para no parecer un predicador, declaró hace poco al Express: «A veces, cuando miro un rostro en el azar de una emisión, tengo la sensación de que todo eso se podría hacer mejor. El ojo aparece desguarnecido. Creo que no sería del todo inútil concederle cierta conciencia».

Hojeando recientemente un libro titulado La imagen tiempo, me encontré en la página catorce con un paréntesis absolutamente preciso: «(amoldarse incluso a la decadencia por la que amamos solamente en sueños o con el recuerdo, simpatizar con esos amores, ser cómplice de la decadencia e incluso precipitarla, quizás para salvar algo, todo lo posible…)». Este era Deleuze partiendo de Fellini. Si hay una moral felliniana es por este lado que hay que buscarla, y si a menudo pasa inadvertida, se debe a que es modesta. Hoy, dicha moral parece haberse refugiado en el formidable personaje de Ginger (Massina está grandiosa). Pero basta de hacer desfilar algunos recuerdos (cada uno de los suyos) para volverla a encontrar. En La Dolce Vita cuando los paparazzi acosan a la mujer de Steiner, que todavía no sabe que es viuda, y le sacan fotos incluso de anunciarle la noticia. O en aquella escena de Amarcord en que el pater familias, luego de ser convocado por los policías fascistas que le han hecho beber aceite de risino, vuelve a casa a paso lento.

Cuando los «pezzi di bravura» se acaban, parece decir Fellini, no queda otra bravura que la que consiste en juntar los pedazos. «Salvar algo», como dice Deleuze. Estar allí en el momento que será ya demasiado duro para los personajes, cuando caigan de lo alto (y, lo que es peor, no de muy alto) y corran el riesgo de hacerse daño. El cine es también un arte de «despedirse» cuando todo el mundo se va a su casa, y la elegancia felliniana -o más bien su buena educación- consistió una vez más en recaudar ningún diezmo, ningún suplemento de alma sobre lo que pertenece a la simple humanidad.

Es esta la razón por la que no creo que Ginger y Fred favorezca al cine en contra de la televisión, o incluso a los encantos del antiguo music-hall en contra de la chapucería de las variedades televisadas. Todo eso es a grandes rasgos lo mismo. En el ser humano hay tal «pasión de ser otro» que incluso con Lombardi-Berlusconi, abrá siempre 30 segundos de inocencia reencontrada, de número vuelto a hacer, de tiempo re-suspendido. Aún sin preparación, sin ilusiones, sin público. El único problema es que 30 segundos pasan muy rápido. Y que a diferencia del music-hall, e incluso del cine, artes crueles pero patéticas, la televisión -al detentar el poder de organizar la competencia de todos contra todos- ya no tiene que preocuparse por «los platos rotos».

 

 

(1) Director general adjunto de Gaumont en ese momento

 

8 pensamiento sobre “Bonus Track curso Fellini: Ginger y Fred según Serge Daney

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  2. diana maria garcia zibara

    la pelicula ginger y fred me pareció interesante ,el reencuentro después de 30 años es una sorpresa para los 2,ya que se encuentran en diferentes condiciones , hay nos muestra que la vejez afecta de manera diferentes alas personas y nos hace reflexionar sobre ella,me parece una pelicula tierna y a la vez abrumadora

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  3. Edgar García Robles

    A mí la película no me gustó, Fellini es bien ecléctico, y considero que vino de más a menos los Inútiles fue una obra maestra, La Dolce Vita fue menos, y así fue hasta caer en una nefasta y barroca «Casanova» y así terminamos con Ginger y Fred.

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  4. Javier

    Siempre que entro a la página aprendo nuevas cosas de lo que más me gusta. Muchas gracias por sus artículos 🙂

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  5. Edgar García Robles

    Amigos de Aprender a Ver Cine ¿darán certificado por haber participado en el curso?

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